Hace unos años en un viaje que hice a Estados Unidos, en Nueva York, concretamente, me encapriché de un perro, de un shar-pehi, y lo compré. Con dudas porque era domingo y tenía el vuelo de regreso a España ese mismo día por la noche y pensé que podría tener problemas en la aduana.
El vendedor, un hombre muy amable, me aseguró que era facilísimo el sacar el animal del país. Me aconsejó, ante mi perplejidad que llamase a un teléfono fijo de Información (entonces aún no se usaban los móviles) donde me resolverían cualquier problema.
Así lo hice y… quedé impresionado.
Me contestó una señorita que me preguntó el domicilio donde pernoctaba en la Gran Manzana. Sed lo di.
Y me contestó:
—La clínica veterinaria más cercana a su domicilio es (me dio una dirección) allí vacunarán al perro y rellenará un impreso de exportación pagando los impuestos pertinentes. Con del documento de la vacuna y el del pago de las tasas cruzará la aduana sin ningún problema y se podrá llevar a Down-Town (así bautizamos al cachorro) a España.
Asombrado e incrédulo acudí a la clínica que me recomendó mi interlocutora y cumplí los trámites que me habían indicado.
Todo perfecto.
Esa noche llegué a España feliz con mi nuevo acompañante.
Lo primero que se me ocurrió fue intentar recomponer la misma historia en suelo patrio para comprobar las diferencias de burocracia existentes.
Y así lo hice. Llamé a información e hice la misma pregunta que en N.Y.:
—He comprado un perro y me lo quiero llevar a Estados Unidos. ¿Qué debo hacer?
Contestación:
—¡Perdone, no estamos para bromas! Y me colgó.
Gracias a esta anécdota entendí perfectamente la teoría de algunos “monetaristas” que relacionan la masa de dinero de un país y su velocidad de circulación con la Renta Nacional.
Es claramente una de las causas por la que Estados Unidos es un país rico: la facilidad de las transacciones, la poca burocracia, la habilidad de sus habitantes para la venta y su disposición permanente a facilitar cualquier operación económica.
Lo mismo que España…
Por cierto es una delicia leer tu artículo
Esta anécdota me recordó un libro fascinante que recomiendo encarecidamente: Por qué fracasan los países, de Acemoglu y Robinson. Una obra que conviene leer varias veces, porque en cada lectura uno descubre algo nuevo. En ella se defiende, entre otras cosas, que las sociedades intervencionistas, excesivamente reguladas, como muchas de las que conforman la Unión Europea, tienden a frenar su desarrollo económico frente a aquellas que favorecen un entorno institucional más libre, predecible y pragmático.
España, como bien sabemos, ha sido siempre profundamente intervencionista. En cambio, los norteamericanos han heredado el liberalismo práctico de sus ancestros ingleses y de los holandeses que fundaron Nueva Ámsterdam (la futura Nueva York). En ambas culturas, el gobierno ha sido tradicionalmente un instrumento para facilitar —no entorpecer— la vida de sus ciudadanos.
Por eso esta pequeña historia no es solo una anécdota simpática. Es un espejo claro de las culturas administrativas que nos separan. Uno puede reírse, indignarse o resignarse… pero lo que no puede hacer es ignorar la raíz del problema si aspiramos a una sociedad más dinámica, más eficiente y menos desconfiada.